Todavía tras los rastros de Paola Soliz Chávez

El artículo “¿Qué será lo que quiere el negro?”, publicado en el quincenario El Desacuerdo (ED), ha evidenciado los vacíos éticos de los que aún adolecen ciertos sectores del periodismo. Para pesar de quienes apostaron por dicho artículo, las únicas repercusiones mediáticas fueron las vinculadas con su autoría. Así, la prensa y los lectores forzaron una extensa respuesta de la supuesta autora, en la página de Facebook de ED, la cual, lejos de convencer, permitió constatar dos identidades manejadas por el medio: Paola Soliz Chávez, quien firma el artículo en cuestión, y Paola Soliz Mogro, quien luego se lo atribuye

En ese mismo espacio, a fin de demostrar la existencia de Paola Soliz Chávez, ED informó que ella había publicado “Ilustres locos”, en su primer número, y proporcionó un enlace para acceder al texto; el nombre de la autora no presentaba el apellido materno, el cual había sido borrado olvidando que en versiones anteriores aparecía Paola Soliz Mogro M. Esa sola acción se constituye en prueba de la premeditación con la que ED ha obrado en todo lo relacionado con este artículo.

Después de un largo silencio, ED retomó el tema en el editorial de su penúltimo número, cuya portada adelanta: “El Desacuerdo responde y se reafirma. Aprende y se critica. Pide disculpas a los lectores y devuelve ‘gentilezas’ a los comisarios”; sin embargo, solo lo último es abundantemente desarrollado. Este editorial expone una bochornosa victimización ante un complot orquestado con el objetivo de acallarlos; denuncia asedio, persecución, maledicencia y mala leche. Apenas de paso, asume el posible error (“es probable”, dice) de no haber explicado a tiempo lo que había sucedido, pero, una vez más, no explica nada. No hay autocrítica ni esclarecimientos, solo acusaciones.

No voy a abundar en las transgresiones éticas cometidas con el artículo, Rafael Archondo ya lo hizo acertadamente en “Un triple desarreglo”. Retomo la exigencia de conocer la identidad de la autora (o autor). Me motivan dos razones: en primer lugar, quien se cree con el derecho de husmear en la vida de otro y publicar sus intimidades debe tener la valentía de dar la cara; escribir y publicar permiten una significativa presencia social, por lo que ejercer el derecho a la libertad de expresión no debe desligarse de la responsabilidad de asumir frontalmente las consecuencias.

En segundo lugar, la identidad del autor es fundamental para (re)construir el significado del texto; permite acceder a sus intencionalidades subyacentes, pues siempre se escribe desde una posición ideológica y/o política. Esa identidad, que además se nutre de las experiencias de vida, deja huellas en la escritura, tanto en el plano del contenido, como en el de la forma, las cuales configuran una manera distintiva de utilizar la lengua, un estilo idiolectal, marcado por la convergencia de opciones lingüísticas sistemáticas.

Al respecto, me llama la atención que los dos textos atribuidos a Paola Soliz no compartan de manera evidente características idiolectales. Ello puede deberse a que el primero fue escrito en coautoría con un tal Luis Dufrechou B, quien habría influido en el estilo. Evidenciarlo, empero, no es posible, pues no hay rastros de él; sí de Sebastian Dufrechou Bermole, contacto de Paola Soliz, el cual reside en Madrid, y trabaja en una empresa francesa de generación y distribución de electricidad.

Sí percibo, en cambio, una curiosa cercanía entre la variante idiolectal presente en “¿Qué es lo que quiere el negro?” y la de Manuel Canelas, miembro de ED, caracterizada por abundancia de conjunciones copulativas “ni”, “y”, esta última después de punto y seguido; interrupciones explicativas, entre comas y guiones largos; profusión de los relativos “que” y “como”; puntos suspensivos, y citas textuales iniciadas con minúscula después de dos puntos.

Hoy en día, las ciencias y las nuevas tecnologías no permiten falsear identidades fácilmente. Si no hubo engaño, todavía espero que ED explique cómo alguien que reside en España pudo acceder a chismes domésticos ventilados en las esferas de poder; por qué una politóloga seria decidió escribir un artículo tan éticamente incorrecto, y por qué, si ED es un medio respetable, esta cambió de apellido materno y se esforzó por encubrir su identidad.

No obstante, concuerdo con ED en la necesidad de un periodismo que agite, moleste e incomode, un periodismo valiente. Pero, para ser tal, tendría que apuntar al poder, no a sus víctimas; tendría que aspirar a objetivos más nobles que la reproducción de discursos sexistas. El periodismo deja de ser libre o crítico en el momento en que cuestiona y ataca por encargo del poder. En esa medida, ED fue víctima de su propia cobardía y falta de ética, y difícilmente podrá despejar las dudas sobre su independencia, si continúa adscribiéndose a la estrategia gubernamental de la descalificación injuriosa

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