Si Evo Morales hablara una lengua indígena...
A mediados del 2008, después de una
cirugía menor, el anestesista, que me acompañaba en la sala de recuperación,
opinó sobre la oficialización de las lenguas indígenas: “¡Qué barbaridad!,
¡quieren retroceder 500 años!”. Luego me preguntó que qué pensaba; aún
aturdida, le dije que me parecía un acierto. “Ah, seguro que es masista”,
exclamó desconcertado. “No, lingüista”, le respondí.
Al igual que este profesional, que en
este momento ya no se encuentra tan distante del MAS, la mayor parte de nuestra
población ve en las lenguas indígenas sistemas inferiores, al punto que ni
siquiera merecen llamarse lenguas —por eso el denominativo incorrecto de
dialecto—, signos del pasado y, por ello, inadecuados para la modernidad y el
progreso que esta promete.
Esos prejuicios, que son los que todas
las sociedades colonizadas siguen reproduciendo, han generado políticas
estatales discriminatorias que, como en nuestro país, han acelerado la
sustitución lingüística. Frente a ello, la Unesco, desde el 2000, celebra cada
21 de febrero el Día Internacional de la Lengua Materna, para así reafirmar la
necesidad de respetar y permitir el desarrollo de las alrededor de 7.000
lenguas del mundo, y fomentar la educación de los niños en sus lenguas
maternas, pues, como se ha establecido científicamente, ello contribuye a crear
bases sólidas para la cognición y el aprendizaje de otras lenguas.
En el plano normativo, es innegable que
Bolivia está a la vanguardia, pero, contrariamente a lo que muchos piensan, no
gracias al MAS, sino debido a la lucha sostenida de los pueblos indígenas que
han visto en la defensa de sus lenguas el fundamento de su reivindicación y la
posibilidad de su reproducción cultural en el tiempo. Hemos oficializado 36
lenguas (aunque algunas son variantes y otras ya estaban extintas); contamos
con una ley de derechos y políticas lingüísticas, una ley de derechos indígenas
y una ley educativa que promueve el plurilingüismo. Sin embargo, esta situación
tan favorable no se condice con la actual situación de las lenguas.
Los datos del último Censo arrojan
cifras que contradicen los supuestos avances que refiere el relato
gubernamental: del 62% de la población autoidentificada como indígena en el
2001, ahora se tiene un 41%; de 1 600 000 hablantes aimaras, 2 500 000 quechuas
y 90 000 guaraníes, ahora se tiene 1 021 513, 1 680 384 y 51 814,
respectivamente; solo por nombrar tres de las lenguas más vitales. Y, lo que es
más paradójico, con la llegada del primer Presidente indígena, desde el 2006,
las lenguas indígenas han sido desalojadas de las aulas que habían conquistado
con la reforma educativa de 1994.
Recojo los datos del Censo solo como una
referencia, pues hay muchas razones —algunas ya muy debatidas— para concluir en
su escasa credibilidad. Si tomamos el caso del puquina que, según los datos del
Censo presenta 109 hablantes, y considerando que la referencia a su uso ya
desapareció a comienzos del siglo XIX, es legítimo pensar que no tenemos una
fotografía fiel, por lo que el descenso del número de hablantes de lenguas
indígenas sería mucho más dramático de lo que se presenta.
Según las evaluaciones del Ministerio de
Educación —vaya a saberse de dónde salen—, de las 36 lenguas oficializadas,
ocho están en peligro de extinción; nueve en peligro; ocho en situación
crítica, y dos en nivel de vulnerabilidad. Lo que no dicen es cuántas ya están
extintas. Pese a que estas estimaciones no presentan una fuente confiable,
describen una situación tan grave que solo puede ser definida como una
catástrofe.
Y no es casual que la lingüística tome
prestados los términos de la biología para referirse a las lenguas, pues, al
igual que cualquier especie, las lenguas son portadoras de vida, pues son
depositarias de la cultura y sabiduría, no solo de sus hablantes, sino de la
humanidad. En consecuencia, con la desaparición de las lenguas, se pierde
invaluables conocimientos culturales, parte de la historia y la capacidad
cognitiva de la especie humana.
Lamentablemente, para la mayoría de la
sociedad, la pérdida de la diversidad cultural y lingüística no es un tema
relevante. En esa lógica, según la derecha más conservadora, y la ceguera
persistente que la caracteriza, la reducción de la población indígena y de los
hablantes de sus lenguas es prueba del fracaso del supuesto proyecto masista de
“indianizar” el país, y de implementar un Estado plurinacional, que no
representaría a la mayoría mestiza de bolivianos y bolivianas.
Para el Gobierno, es evidente que pasó a
ser un tema secundario. Más aún, Evo Morales ya lanzó una sentencia sobre la
situación de los pueblos indígenas y su acceso a recursos y a representación
política: “Es como el cacho, lo que se ve se anota”, dijo. Así las culturas y
las perspectivas de desarrollo, sobre todo de los pueblos de tierras bajas,
serán sepultadas por las cifras frías, y, para satisfacción de gobernantes y
opositores, también será sepultada la construcción del Estado plurinacional.
Parece que necesitamos, como siempre, de
una mirada externa, un nuevo “descubrimiento” por parte del primer mundo, que
nos haga dar cuenta de nuestra miopía; que nos persuada de que los
conocimientos medicinales de nuestros pueblos están siendo usufructuados por
las grandes industrias farmacéuticas; que nuestras lenguas se enseñan en las
mejores universidades de Europa y Norte América, por la gran riqueza que
aportan; que la tecnología desarrollada en el campo de la agricultura y la
biodiversidad genética están siendo aprovechadas por industrias
transnacionales. Tal vez así se despierte un honesto interés por las lenguas,
en la ciudadanía y en el Gobierno.
En todo caso, no son suficientes las
leyes ni los decretos que declaran de interés nacional y cultural la
preservación del hábitat, los valores y medios de subsistencia ancestrales,
como el promulgado sobre la nación uru-chipaya, menos aún si la repuesta
concreta a sus necesidades y demandas es la entrega de un coliseo deportivo. Es
imprescindible admitir que estamos frente a una catástrofe, y como tal, que hay
que hacerle frente de manera inmediata, con los recursos económicos necesarios,
esos que tan fácilmente se consiguen para vagonetas de lujo, vehículos
blindados o para aviones de los mandatarios.
Necesitamos acciones, no meros actos
simbólicos. Sin embargo, ya que la legitimidad del Gobierno precisa de esos
actos, además de vestir el traje del lugar que visita, el Presidente podría
hablar en sus lenguas, pues la penetración de las lenguas indígenas en los
discursos y espacios de poder es per se una acción revolucionaria de
recuperación de la dignidad, mucho más auténtica, sin lugar a dudas, que el
paso del rally Dakar por nuestro territorio o la adquisición del satélite Túpac
Katari.
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