Debatiendo con la abuela
A pesar de que estamos acostumbrados a los exabruptos del Presidente,
no dejan de sorprenderme algunas de sus intervenciones mediáticas; es el caso
de su respuesta a la pregunta sobre si debatiría con Doria Medina: “Y ahora
todavía se atreven a decir los privatizadores: ‘Voy a debatir con el Evo’. ¿Qué
debate? ¡Que vaya a debatir con su abuela!”.
Los acólitos de Morales rápidamente salieron al paso para explicar las
aseveraciones del Presidente; con total soltura, afirmaron que alguien que está
arriba no tiene por qué debatir con los que están abajo, refiriéndose, supongo,
al lugar que ambos ocupan en las encuestas de opinión ciudadana. Por lo visto,
Morales y sus militantes no entienden que el debate es componente fundamental
de la democracia; que, para empezar, le posibilita al ciudadano conocer las
distintas propuestas de candidatos y autoridades en función, y las posiciones
ideológicas desde las que se diseñan; le permite, además, establecer la
coherencia de sus discursos con sus actos, su solvencia intelectual y ética.
Por otro lado, le facilita el ejercicio del control de sus gobernantes e instituciones,
ese tan publicitado control social que está constitucionalizado y que fue
definido como uno de los avances más significativos de nuestra democracia
actual.
Además, se dice que hemos evolucionado de una democracia
representativa a una democracia participativa, donde el debate debe ser amplio y
sostenido; no obstante, hasta la fecha, no hemos tenido ninguna señal que nos
demuestre que algo haya mejorado. Como nunca, asistimos a monólogos
interminables y cotidianos de nuestros mandatarios, que apenas son contrastados
por las esporádicas participaciones de algunos miembros de la oposición. A
ello, debemos añadir el pobre aporte de la mayoría de medios de comunicación,
“amigos” del Gobierno, que toman como principal fuente de información los
discursos del Presidente.
Y con respecto a esos discursos es necesario repasar rápidamente su
evolución. Desde sus primeras incursiones en la vida sindical, Evo Morales se
ha caracterizado por su identificación con las clases desposeídas, por lo que
su discurso estaba construido desde el lugar del sujeto oprimido —en esas
épocas cocalero—, que representaba la voz de los silenciados; era un discurso
de denuncia, de emancipación, en oposición a un enemigo claramente
identificado, el Imperio, corporeizado en la DEA y en las políticas de
erradicación de la hoja de coca.
Con su llegada a Palacio en el 2006, estos aspectos discursivos se
fueron transformando paulatinamente: cambió el lugar del sujeto emisor; el
cocalero dio paso al indígena, y las demandas cocaleras, a las reivindicaciones
indígenas y los derechos de la Madre Tierra. No se dio lo esperable, la
construcción del discurso desde su nuevo lugar de poder. Sin embargo, como
temían quienes no lo votaron, su discurso se endureció: sumó nuevos enemigos
retóricos, las clases privilegiadas bolivianas; le dedicó un lugar especial al
agroempresariado, ligado al latifundio y la vulneración de derechos indígenas,
con la política de tierras como eje central discursivo.
Esta etapa fue el momento de mayor fuerza del llamado proceso de
cambio; el Presidente se reunía y debatía con campesinos, indígenas, obreros;
las leyes que se proyectaban, y que luego se promulgaban, los representaban.
Los privilegiados de siempre se quejaban del autoritarismo, de la falta de
seguridad jurídica, de la incapacidad para generar consensos. En ese contexto,
los berrinches de las clases privilegiadas se constituían en señales de que el
país se estaba transformando hacia la equidad, la inclusión y la justicia. Eran
tiempos en los que la violencia verbal de Morales era garantía de la
transformación.
Todo eso cambió drásticamente en su segunda gestión. Un sentimiento de
autosuficiencia embargó al Gobierno, y el sujeto discursivo se posicionó
definitivamente en el poder, del que no se movió más, y, por lo que ya
constatamos, no pretende moverse.
El Presidente dejó de debatir. Si bien afirma que él solo debate con
las organizaciones sociales, Chaparina es la dolorosa e impune prueba de que ya
nadie está a su altura. El “mandar obedeciendo al pueblo” se convirtió en el
“quieran o no quieran”, en el “sí o sí”; la violencia verbal ahora es marca de
prepotencia y autoritarismo. El debate ha cedido su espacio a la “negociación”,
entendida como el intercambio de favores que benefician a quienes la realizan.
Latifundistas, empresarios, representantes de la Banca, de las transnacionales
son los principales interlocutores de estas negociaciones. En contradicción con
el proceso de cambio, las demandas de los sectores, sobre todo indígenas, han
sido acalladas con amenazas, prebendas o, con el ánimo de deslegitimarlas y
silenciarlas definitivamente, vía la creación de direcciones paralelas. El
ministro Romero se ha convertido en el entusiasta operador de esas divisiones,
y carga sobre sus espaldas el debilitamiento del movimiento indígena que,
otrora, le brindó su confianza y le dio de comer por más de diez años.
El Presidente se ha encerrado en (su) Palacio. No cuentan sus visitas
diarias a cada confín de nuestro territorio, ésas en las que entrega canchitas,
una que otra aulita o coliseos, incluso obras de mayor envergadura. Los actos
de entrega de obras, a los que sus ministros le llaman trabajo, han perdido su
sentido de origen, de mantener la horizontalidad entre gobernantes y su pueblo;
no son espacios de debate, de intercambio de ideas. Son una cínica estrategia
de proselitismo sostenido; la puesta en escena del soliloquio gubernamental.
Finalmente, Evo Morales no quiere debatir, porque los que se lo exigen
son los opositores, todos ellos neoliberales. Personalmente, creo que el
Presidente tiene razón; ¿qué se puede debatir entre iguales? Las últimas
políticas aprobadas por su Gobierno, de corte extractivista, antiindígena,
favorables a los privilegiados de siempre; los casos de corrupción, que
comprometen al Vicepresidente, a sus ministros, senadores y diputados (sin
nombrar a sus representantes regionales) le han quitado la autoridad moral para
distinguirse de los políticos del pasado a los que fustiga en sus discursos.
Por ello, si algún resto democrático le queda, debe debatir
públicamente con el pueblo, con las organizaciones no prebendalizadas, con los
dirigentes sociales que, en un acto de dignidad y consecuencia, se mantuvieron
firmes, consecuentes, y prefirieron la persecución política y judicial. ¿Se atreverá a debatir con Fernando Vargas?
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