Congreso de la UMSS, el remate de la víctima
Después de 33 años, y pese a que su Estatuto en vigencia establece que se reunirá ordinariamente cada dos años, el 17 de noviembre se inauguró con gran pompa el III Congreso institucional de la UMSS. En sentido estricto, debería ser el II Congreso, pero se ha considerado válido el que se constituyó el 2007 y que fue desarticulado por el entonces rector Juan Ríos del Prado, al no contar con el control político necesario para imponer su posición.
A diferencia del I Congreso, que fue demandado e impulsado por el gremio
estudiantil, que aún soñaba con la transformación institucional y académica —objetivo logrado en parte ese 1989—, este Congreso fue promovido, coordinado
y publicitado por las autoridades. Aunque su actual concreción no debería generar
suspicacias, puesto que se trata de un mandato estatutario incumplido por sus
antecesores —que dicho sea de paso deberían rendir cuentas por
ese sistemático incumplimiento de deberes—, justamente por esa larga experiencia de
cálculos políticos y desobediencia cínica, ya no quedan dudas de que este
Congreso no tiene mayor objetivo que el de cambiar el estatuto para no
transformar nada o, peor aún, cambiar el estatuto para generar mejores
condiciones de reproducción del poder y de ampliación de los márgenes de
control político, vía la prebenda y el clientelismo.
La propuesta de las autoridades es muy reveladora y confirma lo que acabo de
afirmar: buscan introducir la reelección y convertir direcciones universitarias
en sendos vicerrectorados, además de ampliar los años de gestión de ciertos
cargos elegibles. ¿Qué efectos podría tener todo ello en la ya descompuesta
gestión institucional? Para empezar, atornillaría al poder a las camarillas que
suelen reconfigurarse en cada nueva gestión rectoral. Los vicerrectorados no
tendrían mayor impacto en la gestión académica, y solo servirían para repartir
mejor el control político y asegurar desde cada uno la imposición de un número
de funcionarios leales. Ello seguiría inflando las planillas de trabajadores y burocratizaría
más la pesada gestión administrativa.
Por su parte, los gremios están centrados en la ampliación de derechos;
quieren una Universidad al servicio de sus necesidades específicas, aunque ello
suponga seguir bajando el nivel académico que nos ubica lejos de las 100 mejores
universidades de Latinoamérica. Al respecto, para contentar a las bases no
titularizadas (casi el 70%) de docentes, como primera medida congresal, se
acaba de ampliar sus “derechos políticos”, es decir, la eliminación del
requisito de ser docente titular para ser consejeros o autoridades de bajo
rango, que era la única motivación que quedaba para que ciertos actores
políticos se sometieran a exámenes de competencia. A todas luces, es una medida
demagógica a fin de allanar el camino dirigido a imponer la agenda de
copamiento del poder.
No obstante, nada de esto nos sorprende a quienes hemos visto con indignación,
rabia, impotencia y desesperanza la defección política que ha convertido a los
frentes políticos en simples juntuchas clientelares, engrosadas por los
profesionales más mediocres que se acomodan como pueden aprovechando los
vaivenes políticos; que ha anulado la rebeldía estudiantil, su capacidad de
fiscalización y de interpelación al poder, vía su prebendalización, cada vez
más descarada; que ha distanciado a los investigadores y a los profesionales
idóneos de la política, con la que no quieren contaminarse como si las
decisiones no los tocaran ni les incumbieran, y que ha convertido a las bases
estudiantiles en actores pasivos, que buscan transitar por la vida académica,
en la mayor parte de casos, con el menor esfuerzo y compromiso posibles.
La desideologización de los universitarios y la estigmatización de la
política, a las que me referí en otros lugares, nos están pasando factura en
este Congreso. Ha propiciado que se adueñen de él los responsables de la crisis,
los profesionales de la política más perniciosa, que reemplazan sus carencias meritocráticas
o intelectuales con sus habilidades para maniobrar subrepticiamente en la
consolidación de alianzas coyunturales, con el único fin de beneficiarse y
beneficiar a sus próximos.
En esas condiciones, este Congreso se está convirtiendo en la tenebrosa
escena del crimen a la que, no satisfechos con el daño ya causado, vuelven los
autores intelectuales y materiales a rematar a su víctima. Mientras, salvo
pocas voces solitarias, el silencio de la comunidad sansimoniana es su manto de
impunidad, que los alienta a seguir avanzando en sus objetivos oscuros, ahora amparados
en una burda simulación de renovación.
Frente a ello, cuán vigentes están las ideas del Manifiesto liminar de hace
más de un siglo: “Las universidades han sido hasta aquí el refugio secular de
los mediocres, la renta de los ignorantes, la hospitalización segura de los
inválidos y —lo que es peor aún— el lugar en donde todas
las formas de tiranizar y de insensibilizar hallaron la cátedra que las
dictara. Las universidades han llegado a ser así el fiel reflejo de estas
sociedades decadentes que se empeñan en ofrecer el triste espectáculo de una
inmovilidad senil. Por eso es que la Ciencia, frente a estas casas mudas y
cerradas, pasa silenciosa o entra mutilada y grotesca al servicio burocrático.
Cuando en un rapto fugaz abre sus puertas a los altos espíritus es para
arrepentirse luego y hacerles imposible la vida en su recinto. Por eso es que, dentro
de semejante régimen, las fuerzas naturales llevan a mediocrizar la enseñanza,
y el ensanchamiento vital de los organismos universitarios no es el fruto del
desarrollo orgánico, sino el aliento de la periodicidad revolucionaria”.
¿Llegará en algún momento ese aliento revolucionario? Colegas y estudiantes
académicos, tienen la palabra.
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