La pedagogía de la violencia

Cada vez son menos frecuentes, aunque más divulgadas mediáticamente, las noticias relativas a actos de violencia ejercidos por profesores a sus estudiantes. Esta (aparente) disminución se debe a las leyes aprobadas y el control del Ministerio de Educación y de las defensorías de la niñez, pero también, me temo, a que las cámaras, los micrófonos, los celulares que graban todo no llegan a esos lugares donde aún la violencia es concebida como una forma de imponer la disciplina, y, por lo tanto, es solapada en un acuerdo tácito o explícito entre directivos, profesores y padres de familia.

Un ejemplo de este acuerdo es el caso conocido recientemente en Potosí, en el que al menos 30 alumnos del ciclo primario denunciaron que su profesor ejercía violencia (dice la noticia), hecho que motivó a algunos padres de familia a denunciarlo a la Defensoría de la Niñez y Adolescencia.

Los personeros de esta institución dieron un informe muy revelador a los medios; afirmaron que “el profesor propinaba golpes, no en extrema medida, pero sí han existido” (como si la violencia tuviera que ser extrema para que pueda ser tomada en serio) y que “los golpes habrían sido autorizados por los mismos padres de familia como un método de enseñanza o disciplina”.

En un país en el que alrededor del 80 % de niños sufre violencia intrafamiliar y escolar, este tipo de pactos de violencia no tendrían que extrañar, y más porque todos los estudios muestran evidencias de que esta situación va empeorando. Algunas señales de ello son las escenas diarias, que cualquiera puede observar, en calles, mercados, supermercados, universidades, tiendas, protagonizadas por padres (genérico), pero sobre todo por madres jóvenes, que reprenden, zarandean o propinan sopapos a sus pequeños hijos, ya sea porque no les siguen el paso, porque se distraen, porque piden algo, es decir porque son niños. Y ni hablemos de los casos en los que no solo han golpeado, sino torturado a sus pequeños, al punto de tener que internarlos en un hospital o enterrarlos.

La violencia está instalada en la vida de esos niños, pero voy a centrarme en la violencia escolar, la que influye en sus procesos de enseñanza y aprendizaje. En este ámbito, no solo hay que considerar la violencia física, más fácil de detectar y sancionar, sino la violencia psicológica de la que muy pocas unidades educativas seguramente se libran, y que deja huellas profundas y a veces difíciles de descifrar.

En un estudio que realizamos el 2009, con mi colega Vicente Limachi, titulado “Representaciones sobre la escrituralidad en la educación superior”, que pretendía identificar los valores y funciones que nuestros estudiantes (de la Carrera de Lingüística Aplicada a la Enseñanza de Lenguas) les asignaban a la lectura y la escritura, descubrimos algo sobrecogedor: la lectura y la escritura, en cuanto a experiencias de vida de los estudiantes, estaban asociadas a la violencia física y simbólica.

Transcribo dos de los varios testimonios que nos permitieron conocer esa realidad: “Cuando yo tenía entre 5 y 6 años, al no poder hacer mis tareas, mi papá me agarraba de mis cabellos y golpeaba mi cabeza contra la mesa”. “Al momento en que la profesora nos tomaba control de lectura, por cada error, me gritaba, me daba coscorrones y a veces me castigaba. Poco a poco fui odiando la escuela. Sin embargo, gracias a la ayuda de mi hermana, fui mejorando; en parte, lo hacía para que la profesora dejara de gritarme y ridiculizarme”.

Si bien hay otros aspectos por considerar, es imposible imaginar que nuestros niños y jóvenes sientan placer al leer y escribir si sus primeros contactos con estas prácticas estuvieron tan cargados de violencia. Este estudio fue realizado en el área de lenguaje, pero suponemos que es igual o peor en matemática, ambas fundamentales para el desarrollo del pensamiento lógico y crítico de nuestros niños y jóvenes.

¿Habrá cambiado esta realidad? No creo que demasiado. Por las conversaciones que escucho de padres de familia al esperar a mi hija en la puerta de su colegio, muchos se creen con el derecho y obligación de actuar como maestros en su casa, y no ven ningún inconveniente en arrancarles las hojas que les parecen mal escritas, en darles ejercicios extra para que “aprendan mejor”, en castigarlos con más deberes y en controlar todo lo que deben hacer a través de los famosos grupos de WhatsApp de padres. Es posible que algunos tengan una vocación innata para la enseñanza, pero es más posible que se equivoquen y que estén aportando a convertir las actividades de aprendizaje de sus hijos en momentos tortuosos.

Con respecto a los profesores, si bien está relativamente controlada la violencia física, no han cesado los testimonios que refieren a gritos, insultos, llamadas de atención dirigidas a visibilizar los errores de los niños, a ridiculizarlos, acciones que socavan su autoestima y aprecio por el estudio. Sin embargo, estos profesores, que no son capaces de la autocrítica, se apoyan en su supuesta experiencia y en la protección (encubrimiento) de sus colegas y/o de los directores, e incluso en la aprobación de algunos padres, quienes, desde su desconocimiento de los principios pedagógicos, creen que sufrir ese trato enseñará a sus hijos a enfrentar la dura vida.

Lo que esos profesores y padres de familia ignoran es que los factores afectivos juegan un rol fundamental en los aprendizajes y en la creación de hábitos y aficiones. Según teorías de la enseñanza de lenguas, existe un filtro afectivo que actúa como barrera cuando el niño se enfrenta al estrés, al miedo, a la desmotivación y a la angustia. Este principio puede aplicarse a cualquier proceso de aprendizaje en el que debe predominar una actitud positiva por parte del estudiante para consentir el procesamiento de datos y, en consecuencia, el aprendizaje significativo.

En otras palabras, para que un estudiante experimente un verdadero proceso de aprendizaje, es fundamental que desarrolle su autoestima, posea mucha confianza, empatía y disposición positiva hacia el aprendizaje, sea la materia que sea.

Pregunten (o pregúntense) a sus conocidos por qué aborrecieron las asignaturas de Matemáticas y Lenguaje; les aseguro que encontrarán en sus respuestas las huellas de un profesor hostil o abusivo. De manera que, si queremos jóvenes lectores, escritores o matemáticos, debemos combatir la pedagogía de la violencia, empezando por casa.

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