La cruzada por una "Real" inclusión
El presidente de la Brigada Parlamentaria de Cochabamba, Ademar Valda, luego de presenciar la explicación de un docente universitario que ha identificado 180 términos erróneos o faltantes referidos a Bolivia en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (RAE), declaró a los medios que una comisión oficial viajará a España para solicitar, a la RAE, las enmiendas y complementaciones necesarias. Quienes han estudiado o conocen algo acerca de la tarea lexicográfica seguramente tomarán esta pretensión como una broma o simplemente como una excusa para el turismo pagado con recursos de la población. Sin embargo, debido a la pobre tradición científica en nuestro medio y a la escasa difusión de este tipo de temas, en lugar de optar por el escarnio, me brindo a informar a nuestros Honorables, antes de que emprendan un viaje infructuoso con el consecuente despilfarro de nuestros recursos.
Con sede en Madrid, la Real Academia de la Lengua Española es la institución cultural que tiene el rol de regular el uso de la lengua, lo que supone definir y aconsejar normas. Fue creada en 1713, bajo el amparo y real protección del rey Felipe V (por eso lo de “real”), con el objetivo de “cultivár, y fijár la puréza, y elegáncia de la lengua Castellana, desterrando todos los erróres, que en sus vocablos, frases ò construcciones estrangéras há introducído la ignoráncia, la vana afectación, el descuído, y la demasiáda libertád de innovár […]”. Como puede advertirse, el modelo con el que se creó esta institución, y que ha predominado a lo largo de casi toda su historia, fue el prescriptivista, cargado de una alta dosis de purismo e hispanocentrismo.
A partir de 1870, paulatinamente se crearon en América y Filipinas 22 academias asociadas que, recién a mediados del siglo XX, empezaron a cobrar protagonismo y a generar cambios, no solo en la estructura de la RAE para la toma de decisiones, sino en su objetivo: «Tiene como misión principal velar porque los cambios que experimente la Lengua Española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico». Esta apertura también influyó en su modelo teórico, que adquirió un matiz descriptivista, el cual llegó de la mano del avance de las disciplinas científicas que nutren su trabajo, como la lexicografía y la dialectología.
Producto de estos cambios y del trabajo colaborativo entre la RAE y las academias asociadas, se publicó el Diccionario Panhispánico de dudas (2005), que, como su nombre indica, absuelve dudas de uso, pero ya no únicamente desde la norma madrileña o española, sino desde las normas de las distintas regiones lingüísticas de habla castellana. El gran segundo trabajo consensuado de las academias es la Nueva gramática de la lengua española (2009-2011), que “ofrece una descripción pormenorizada de la lengua española y una valoración normativa de sus usos en las diversas variedades lingüísticas”. Es un trabajo panhispánico, descriptivo que, sin embargo, no deja de aconsejar normas de uso.
La Academia Boliviana de la Lengua forma parte de estas 22 academias asociadas; se creó el 25 de agosto de 1927 por sugerencia del presidente de la república, Hernando Siles. Actualmente tiene su sede en La Paz, y está conformada por alrededor de 30 académicos. Si bien se ocupa del estudio de la lengua y literatura bolivianas en general, su trabajo principal consiste en la recolección de bolivianismos, para lo cual cuenta con una comisión permanente de lexicografía, que reúne las voces, las selecciona y describe con criterios científicos para que puedan ser incluidas en el DRAE. Es así que la edición 23 de este diccionario ha incluido 1551 lemas que tienen la marca Bol. (bolivianismo) o alguna referencia a Bolivia o boliviano (a). La lista completa puede encontrarse en su página web http://www.academiadelalengua-bo.org/.
Actualmente la RAE opera de la siguiente manera: cada academia asociada propone la adición, supresión o enmienda de artículos (palabras) o acepciones (significados), a la Comisión Permanente de la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE), que es la encargada de canalizar esas propuestas. Estas surgen después de un minucioso trabajo de análisis de corpus (datos lingüísticos) obtenidos de distintas fuentes. La Academia Boliviana de la Lengua cuenta con un vasto corpus constituido por novelas, obras de teatro, guiones de cine, noticias de prensa, ensayos, conferencias académicas, transcripciones de conversaciones, discursos públicos, entre otros, de las distintas regiones del país y de las variantes culta y popular.
Cada palabra debe pasar por una rigurosa valoración; ello supone que, además de identificar su pertenencia a alguna región, debe asegurarse su uso frecuente y extendido en el espacio, y sostenido en el tiempo, de manera que se descarte alguna moda pasajera o expresión idiolectal (variante individual). Las decisiones, entonces, son fruto de un trabajo sistemático y, en la actualidad, científico, realizado entre académicos reconocidos por la RAE, lo que no quiere decir que esté exento de imprecisiones o errores.
A lo largo de su historia, la RAE ha recibido presiones políticas y sociales. Podemos encontrar en Internet solicitudes y demandas variopintas; las de mayor repercusión son las dirigidas a la eliminación de términos o acepciones por reivindicaciones políticas, como en el caso de grupos feministas, colectivos LGTB, minorías étnicas. A ellas se suman las solicitudes de modificación de términos propios de jergas profesionales o instituciones administrativas y culturales. Estas demandas son promovidas mediante campañas de recolección de firmas, que actualmente se difunden por medio de las redes sociales. No obstante, la respuesta que han recibido casi siempre ha sido la misma: “La RAE no cede a presiones políticas”. Es decir, no dan lugar (por lo menos eso afirman) a “lobbies”, presiones o representaciones oficiales.
Por ejemplo, con respecto a las demandas interpuestas por diversos colectivos en el campo de lo políticamente correcto, el presidente de la RAE, Darío Villanueva, afirmó: "Se habla para ser caballero pero también para insultar y ser canalla. El diccionario tiene que recoger lo uno y lo otro". En otras palabras, se recoge las palabras usadas por los hablantes con los significados que estos les asignan, sean fruto de sus prejuicios, su ignorancia o su sabiduría. Y, desde el punto de vista lexicográfico, es una posición sensata, pues el lexicógrafo no tiene por qué ocultar esos significados ni desmontar los prejuicios; es la sociedad, a través de sus instituciones, la que tiene la obligación de hacerlo.
No obstante, no puede negarse la tradición ideológica conservadora y religiosa que ha atravesado la historia de la RAE y que, de acuerdo con el trabajo de Susana Rodríguez Barcia, La realidad relativa: Evolución ideológica en el trabajo lexicográfico de la Real Academia Española (1726-2006), “ha[n] fijado tabiques invisibles en el proceso de conformación del pensamiento que dividen lo correcto y lo incorrecto más allá de los fundamentos universales de la moral y la ética, por lo que ha sido, pues, lastre ideológico para la codificación de una lengua libre del filtro impresionista”.
En el caso de la cruzada que están por emprender nuestros legisladores, si bien no he accedido al trabajo in extenso de los términos que se pretende demandar, llama la atención el cuestionamiento realizado a, por ejemplo, charango (en Opinión,15.3.2017); se critica su actual definición: “1. m. Instrumento musical de cuerda, usado especialmente en la zona andina, parecido a una pequeña guitarra de cinco cuerdas dobles y cuya caja de resonancia, hoy de madera, estaba hecha con caparazón de armadillo”, bajo el argumento de que se contradice con “la Ley 1333 [que] prohíbe el empleo de caparazón de quirquincho en la construcción de charangos, matracas y otros instrumentos”. ¿Acaso la definición no incluye el cambio?; ¿qué relevancia tiene la ley si es un hecho constatado en la realidad?
Más allá de si las observaciones a los 180 términos son acertadas o no —situación que seguramente no están en condiciones de evaluar los legisladores—, debemos preguntarnos por qué un trabajo que plantea una discusión científico-académica se convierte en una reivindicación política oficial, asumida por quienes enarbolan nada menos que un (supuesto) proceso de descolonización.
Una respuesta puede encontrarse en algunos términos que conforman esa lista, tales como pachamama y whipala; los Honorables deben suponer que, al solicitar su inclusión en el DRAE, están contribuyendo a la difusión y consolidación del proceso de cambio. Nada más lejano y paradójico.
La otra respuesta está en las representaciones mentales que se han ido construyendo y reproduciendo, desde la Colonia, con respecto a los criterios que dotan de estatus a una lengua, que básicamente se logra por su posibilidad de contar con un manual de gramática y un diccionario. Desde esta lógica, si una lengua (o una variante de lengua) no posee descripción gramatical no merece ser siquiera enseñada; de la misma manera, si sus palabras no están recogidas en un diccionario, estas no han logrado aún su ciudadanía plena.
Nuestros legisladores deben entender que las palabras existen en los hablantes, significan, expresan y funcionan porque ellos las utilizan, y no dejarán de hacerlo si no están incluidas en un diccionario. Exigir su inclusión, para asegurar su reconocimiento, supone una declaración explícita de subordinación, de búsqueda del aval de una instancia y de un material que se conciben como los propietarios de nuestras palabras, y los únicos autorizados para darles existencia.
También deberían saber que, si bien es innegable la autoridad e influencia de la RAE, existen decenas de diccionarios que cumplen las mismas funciones, y, en algunos casos, de manera más clara, precisa y amable que el DRAE, por lo que son igual de requeridos. Si son coherentes, deberían exigir a cada entidad a cargo la inclusión de esa lista de palabras.
La pretensión de nuestros diputados es una muestra más del vaciamiento semántico que están sufriendo los conceptos que sostienen el relato gubernamental; descolonización, plurinacionalidad, despatriarcalización, defensa de la madre tierra se han recluido en los discursos de circunstancias, que entran en franca contradicción con las políticas extractivistas, ecocidas y etnocidas que buscan concretar “quieran o no quieran”. En todo caso, esa defección no debería extrañarnos; al fin y al cabo, no han advertido aún la marca neocolonial del rally Dakar, y consideran que es una actividad tan importante que debería ser declarada patrimonio de la humanidad.
Con sede en Madrid, la Real Academia de la Lengua Española es la institución cultural que tiene el rol de regular el uso de la lengua, lo que supone definir y aconsejar normas. Fue creada en 1713, bajo el amparo y real protección del rey Felipe V (por eso lo de “real”), con el objetivo de “cultivár, y fijár la puréza, y elegáncia de la lengua Castellana, desterrando todos los erróres, que en sus vocablos, frases ò construcciones estrangéras há introducído la ignoráncia, la vana afectación, el descuído, y la demasiáda libertád de innovár […]”. Como puede advertirse, el modelo con el que se creó esta institución, y que ha predominado a lo largo de casi toda su historia, fue el prescriptivista, cargado de una alta dosis de purismo e hispanocentrismo.
A partir de 1870, paulatinamente se crearon en América y Filipinas 22 academias asociadas que, recién a mediados del siglo XX, empezaron a cobrar protagonismo y a generar cambios, no solo en la estructura de la RAE para la toma de decisiones, sino en su objetivo: «Tiene como misión principal velar porque los cambios que experimente la Lengua Española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico». Esta apertura también influyó en su modelo teórico, que adquirió un matiz descriptivista, el cual llegó de la mano del avance de las disciplinas científicas que nutren su trabajo, como la lexicografía y la dialectología.
Producto de estos cambios y del trabajo colaborativo entre la RAE y las academias asociadas, se publicó el Diccionario Panhispánico de dudas (2005), que, como su nombre indica, absuelve dudas de uso, pero ya no únicamente desde la norma madrileña o española, sino desde las normas de las distintas regiones lingüísticas de habla castellana. El gran segundo trabajo consensuado de las academias es la Nueva gramática de la lengua española (2009-2011), que “ofrece una descripción pormenorizada de la lengua española y una valoración normativa de sus usos en las diversas variedades lingüísticas”. Es un trabajo panhispánico, descriptivo que, sin embargo, no deja de aconsejar normas de uso.
La Academia Boliviana de la Lengua forma parte de estas 22 academias asociadas; se creó el 25 de agosto de 1927 por sugerencia del presidente de la república, Hernando Siles. Actualmente tiene su sede en La Paz, y está conformada por alrededor de 30 académicos. Si bien se ocupa del estudio de la lengua y literatura bolivianas en general, su trabajo principal consiste en la recolección de bolivianismos, para lo cual cuenta con una comisión permanente de lexicografía, que reúne las voces, las selecciona y describe con criterios científicos para que puedan ser incluidas en el DRAE. Es así que la edición 23 de este diccionario ha incluido 1551 lemas que tienen la marca Bol. (bolivianismo) o alguna referencia a Bolivia o boliviano (a). La lista completa puede encontrarse en su página web http://www.academiadelalengua-bo.org/.
Actualmente la RAE opera de la siguiente manera: cada academia asociada propone la adición, supresión o enmienda de artículos (palabras) o acepciones (significados), a la Comisión Permanente de la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE), que es la encargada de canalizar esas propuestas. Estas surgen después de un minucioso trabajo de análisis de corpus (datos lingüísticos) obtenidos de distintas fuentes. La Academia Boliviana de la Lengua cuenta con un vasto corpus constituido por novelas, obras de teatro, guiones de cine, noticias de prensa, ensayos, conferencias académicas, transcripciones de conversaciones, discursos públicos, entre otros, de las distintas regiones del país y de las variantes culta y popular.
Cada palabra debe pasar por una rigurosa valoración; ello supone que, además de identificar su pertenencia a alguna región, debe asegurarse su uso frecuente y extendido en el espacio, y sostenido en el tiempo, de manera que se descarte alguna moda pasajera o expresión idiolectal (variante individual). Las decisiones, entonces, son fruto de un trabajo sistemático y, en la actualidad, científico, realizado entre académicos reconocidos por la RAE, lo que no quiere decir que esté exento de imprecisiones o errores.
A lo largo de su historia, la RAE ha recibido presiones políticas y sociales. Podemos encontrar en Internet solicitudes y demandas variopintas; las de mayor repercusión son las dirigidas a la eliminación de términos o acepciones por reivindicaciones políticas, como en el caso de grupos feministas, colectivos LGTB, minorías étnicas. A ellas se suman las solicitudes de modificación de términos propios de jergas profesionales o instituciones administrativas y culturales. Estas demandas son promovidas mediante campañas de recolección de firmas, que actualmente se difunden por medio de las redes sociales. No obstante, la respuesta que han recibido casi siempre ha sido la misma: “La RAE no cede a presiones políticas”. Es decir, no dan lugar (por lo menos eso afirman) a “lobbies”, presiones o representaciones oficiales.
Por ejemplo, con respecto a las demandas interpuestas por diversos colectivos en el campo de lo políticamente correcto, el presidente de la RAE, Darío Villanueva, afirmó: "Se habla para ser caballero pero también para insultar y ser canalla. El diccionario tiene que recoger lo uno y lo otro". En otras palabras, se recoge las palabras usadas por los hablantes con los significados que estos les asignan, sean fruto de sus prejuicios, su ignorancia o su sabiduría. Y, desde el punto de vista lexicográfico, es una posición sensata, pues el lexicógrafo no tiene por qué ocultar esos significados ni desmontar los prejuicios; es la sociedad, a través de sus instituciones, la que tiene la obligación de hacerlo.
No obstante, no puede negarse la tradición ideológica conservadora y religiosa que ha atravesado la historia de la RAE y que, de acuerdo con el trabajo de Susana Rodríguez Barcia, La realidad relativa: Evolución ideológica en el trabajo lexicográfico de la Real Academia Española (1726-2006), “ha[n] fijado tabiques invisibles en el proceso de conformación del pensamiento que dividen lo correcto y lo incorrecto más allá de los fundamentos universales de la moral y la ética, por lo que ha sido, pues, lastre ideológico para la codificación de una lengua libre del filtro impresionista”.
En el caso de la cruzada que están por emprender nuestros legisladores, si bien no he accedido al trabajo in extenso de los términos que se pretende demandar, llama la atención el cuestionamiento realizado a, por ejemplo, charango (en Opinión,15.3.2017); se critica su actual definición: “1. m. Instrumento musical de cuerda, usado especialmente en la zona andina, parecido a una pequeña guitarra de cinco cuerdas dobles y cuya caja de resonancia, hoy de madera, estaba hecha con caparazón de armadillo”, bajo el argumento de que se contradice con “la Ley 1333 [que] prohíbe el empleo de caparazón de quirquincho en la construcción de charangos, matracas y otros instrumentos”. ¿Acaso la definición no incluye el cambio?; ¿qué relevancia tiene la ley si es un hecho constatado en la realidad?
Más allá de si las observaciones a los 180 términos son acertadas o no —situación que seguramente no están en condiciones de evaluar los legisladores—, debemos preguntarnos por qué un trabajo que plantea una discusión científico-académica se convierte en una reivindicación política oficial, asumida por quienes enarbolan nada menos que un (supuesto) proceso de descolonización.
Una respuesta puede encontrarse en algunos términos que conforman esa lista, tales como pachamama y whipala; los Honorables deben suponer que, al solicitar su inclusión en el DRAE, están contribuyendo a la difusión y consolidación del proceso de cambio. Nada más lejano y paradójico.
La otra respuesta está en las representaciones mentales que se han ido construyendo y reproduciendo, desde la Colonia, con respecto a los criterios que dotan de estatus a una lengua, que básicamente se logra por su posibilidad de contar con un manual de gramática y un diccionario. Desde esta lógica, si una lengua (o una variante de lengua) no posee descripción gramatical no merece ser siquiera enseñada; de la misma manera, si sus palabras no están recogidas en un diccionario, estas no han logrado aún su ciudadanía plena.
Nuestros legisladores deben entender que las palabras existen en los hablantes, significan, expresan y funcionan porque ellos las utilizan, y no dejarán de hacerlo si no están incluidas en un diccionario. Exigir su inclusión, para asegurar su reconocimiento, supone una declaración explícita de subordinación, de búsqueda del aval de una instancia y de un material que se conciben como los propietarios de nuestras palabras, y los únicos autorizados para darles existencia.
También deberían saber que, si bien es innegable la autoridad e influencia de la RAE, existen decenas de diccionarios que cumplen las mismas funciones, y, en algunos casos, de manera más clara, precisa y amable que el DRAE, por lo que son igual de requeridos. Si son coherentes, deberían exigir a cada entidad a cargo la inclusión de esa lista de palabras.
La pretensión de nuestros diputados es una muestra más del vaciamiento semántico que están sufriendo los conceptos que sostienen el relato gubernamental; descolonización, plurinacionalidad, despatriarcalización, defensa de la madre tierra se han recluido en los discursos de circunstancias, que entran en franca contradicción con las políticas extractivistas, ecocidas y etnocidas que buscan concretar “quieran o no quieran”. En todo caso, esa defección no debería extrañarnos; al fin y al cabo, no han advertido aún la marca neocolonial del rally Dakar, y consideran que es una actividad tan importante que debería ser declarada patrimonio de la humanidad.
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