El tuteo que discrimina


                                             Foto: Página Siete

Las lenguas poseen una serie de dispoitivos (categorías) —algunos universales y otros particulares—, que codifican las características socioculturales y las relaciones de poder, que configuran las sociedades. Entre esos dispositivos, que han generado una serie de estudios, están las fórmulas de tratamiento, y en particular los pronombres de segunda persona (tú/usted o vos/usted), pues suelen expresar las relaciones sociales existentes entre los interlocutores, función conocida como deixis social.

Las gramáticas generales del castellano, al referirse a estas formas, establecen dos tipos de relación que refieren, cercanía o distancia: tú, para relaciones más horizontales, que suponen familiaridad, confianza, informalidad, cercanía; usted, para relaciones verticales, que suponen respeto, formalidad, distancia. No obstante, ese tratamiento que podría entenderse como prototípico no se realiza en las distintas variantes regionales; las diferencias que se presentan son múltiples y complejas, puesto que estas son las formas que se vinculan de manera más directa con las actitudes lingüísticas y sociales de los hablantes, y, por ello, varían en las distintas dimensiones de la lengua.

Por ejemplo, en Bogotá, está cada vez más estigmatizado el tuteo, incluso en las relaciones de confianza. En Santiago de Chile, el ustedeo (conocido como usteo) es característico en las relaciones íntimas, entre padres e hijos. En Bolivia, en el oriente, los hijos ustedean a los padres, mientras que padres e hijos se tutean en la mayor parte de zonas del occidente. En las regiones del oriente, es común el ustedeo con interlocutores desconocidos, aunque sean de la misma edad, en tanto que, en Cercado (Cochabamba), el tuteo es generalizado entre interlocutores de la misma edad, aunque sean desconocidos. Y podríamos clasificar, al interior de cada variante, una compleja red de usos a partir de las variables de edad, clase social, origen étnico, ocupación, género, entre otras.

Para interpretar las relaciones que subyacen en estos usos, Roger Brown y Albert Gilman (1960) propusieron dos dimensiones básicas que, aseguran, se codifican en estas formas: poder y solidaridad. El poder genera relaciones asimétricas, jerarquizadas por factores sociales, económicos, étnicos (en nuestro caso). En este tipo de relaciones, el que detenta el poder tutea; el que se encuentra en un nivel inferior ustedea. Por su parte, la solidaridad expresa relaciones simétricas y, por lo tanto, recíprocas: ambos interlocutores o se tutean o se ustedean.

En el contexto cochabambino (ciudad), fuera de las cogniciones vinculadas a las relaciones de poder, se transmite el ustedeo como indicador de respeto a los mayores.  Sin embargo, al ser una sociedad en la que subsiste el racismo y la discriminación, como bases de la jerarquización social, las funciones pragmáticas de estas formas suelen divergir. Se ustedea a los mayores, siempre y cuando no sean de origen indígena campesino; a estos, sin importar la edad de su interlocutor, generalmente se los tutea. Muchas veces el tuteo va acompañado de formas nominales que connotan más enfáticamente este tipo de relación, ‘hijo, hija’, análogas a ‘boy’, utilizado todavía para referirse a los afrodescendientes en EEUU cuando la intención es la degradación, o nominales flexionadas en diminutivo.

Tutear a un adulto —más aún a un adulto mayor—, en contextos en los que se lo ustedea, lo despoja de sus prerrogativas de mayoría de edad, lo infantiliza, lo marca como persona inferior, social e intelectualmente. Las barreras lingüísticas características de estos grupos étnicos que, en su mayoría, son hablantes de una lengua indígena con un uso incipiente del castellano o, en algunos casos, sin conocimiento del castellano, son interpretadas como limitaciones intelectuales, una especie de rasgo fenotípico. A ello hay que añadir las representaciones sociales negativas acerca de las lenguas indígenas, que persisten pese a toda la normativa que las ha oficializado y que supuestamente ha generado las condiciones para su revalorización y revitalización.

Al buscar información sobre el tema, encontré la publicación de Unifem del 2009, Discriminación y racismo, que diagnostica “de qué manera, con qué discursos y con qué prácticas concretas, los sistemas educativos, los sistemas de salud pública, la administración de justicia y los medios de comunicación, discriminan a las mujeres indígenas” en Bolivia, Perú, Guatemala y Panamá. Si bien las prácticas discriminatorias coinciden en los cuatro países, solo Perú y Bolivia comparten las formas discursivas que manifiestan esa discriminación. Esta es una muestra:

Yo decidí acudir a la partera, para la atención de mi desembarazo, porque la última vez que fui al centro de salud, el médico se molestó porque golpeé la puerta, primero me trató como a una niña o a una chica, me dijo: “No ves que estoy atendiendo y por ello no te voy a atender”[…] Ellos son bien malos, parece que no nacen de una mujer, en esa oportunidad yo me sentí muy mal, me sentí ninguneada, sentí que había cometido un error tan grande, y no era así, lo único que hice es golpear la puerta, tampoco fue fuerte. La verdad es que yo les tengo miedo, por eso prefiero la partera, la curandera, pero no al médico (entrevista a mujer quechua, Puno, noviembre 2008).

Si somos morenas, ni al saludo contestan con cortesía, nos tratan mal, otros nos tratan como si fuéramos menores de edad, nos dicen: ’Hija’, o a veces nos riñen, diciendo que no sabemos cuidar a nuestros hijos, por eso no se prefiere consultar a un médico (entrevista a una mujer indígena, El Alto, octubre 2008).

En ambos casos, las mujeres que narran esos episodios de discriminación relievan no solo el maltrato en sí —“nos riñen”—, sino las formas de tratamiento que las humillan e infantilizan; no son formas inocuas para quienes las reciben. Esta constatación es fundamental para modificar estas actitudes, pues la discriminación que encierran estas formas de tratamiento es percibida por quienes la sufren, daña su autoestima, las aleja de los ámbitos y servicios a los que tienen derecho y las aísla.

Al respecto, habría que establecer, sin embargo, algunos matices. En el periodo hacendal, caracterizado por las relaciones serviles, estos usos consolidaban las relaciones de poder. En la actualidad, no necesariamente. Aunque no hay estudios sobre el tema, a partir de las observaciones que he realizado, en algunos casos, estos usos responden a actitudes de solidaridad y no de poder, eso sí, afincadas en representaciones que surgen de la estratificación racial como cognición; funcionarios o transeúntes que intentan colaborar a estas personas mayores se esfuerzan por hacerse entender, e incluso elevan el volumen de voz asumiendo que sufren de discapacidad auditiva, puesto que no hay mucha conciencia de las implicaciones de las barreras lingüísticas.

Por otro lado, puesto que el racismo es una cognición social, es decir, forma parte de los esquemas cognitivos compartidos socialmente, de los conocimientos y actitudes que internalizamos, no solo los mestizos —los autoidentificados o reconocidos como tales— son portadores de discursos discriminatorios donde estas formas de tratamiento están presentes; las personas de origen indígena también reproducen actitudes negativas hacia su propia identidad. Para ilustrar esta afirmación, presento un caso que no representa de ninguna manera una excepción. El jardinero que me brinda sus servicios es quechua al igual que su esposa con la que trabaja. Entre ellos, solo se comunican en quechua. Un día le consulté sobre si conocía a alguien que estaría dispuesto a deshierbar un predio; me dijo que no, pero que podía encontrar un “hombrecito”, en un lugar que nombró. ¿Quién podría responder a la clasificación de “hombrecito”? Por lo que añadió luego, sería un inmigrante quechua reciente del área rural.                                          

No obstante, el tuteo como deixis social no debe confundirse con las formas utilizadas por algunos quechuahablantes o aimarahablantes, que es más bien producto de la interferencia de su lengua materna en el castellano, ya que el quechua y el aimara poseen una sola forma para la segunda persona. Si bien estos hablantes al utilizar el castellano utilizan “tú” y sus flexiones verbales, el sentido de respeto y/o subordinación lo incorporan en una forma nominal, por ejemplo, señora o señor (caballero): “¿Vas a venir, señora?”.

Una excepción, que merece ser destacada, es la de los intercambios comerciales que se realizan en los mercados, La Cancha y las ferias, donde se da un tuteo recíproco, solidario, entre vendedoras quechuas y compradoras castellanohablantes, arrastrado por el nominal “casera”, que se basa en relaciones de confianza y fidelidad.  

Ya para finalizar, podemos concluir que las variantes pragmáticas de las formas de tratamiento son la demostración de que las lenguas no son racistas (o sexistas) per se, las sociedades lo son, y los hablantes no hacen más que reproducir discursivamente las cogniciones que han construido en su proceso de socialización, mediado también por discursos.

Con el inicio del llamado “proceso de cambio”, entre tantas de las expectativas generadas, estaba la de la superación de la discriminación. Lamentablemente esta solo se quedó en la retórica del Gobierno en la palestra internacional y en una ley (Ley 045), que ha sido utilizada para eludir responsabilidades de autoridades mediante la victimización y para perseguir judicialmente a quienes definen como detractores u opositores. Estas acciones de prepotencia han contribuido a enervar las actitudes racistas de una parte de la población y a justificarlas como forma de resistencia.

Por otro lado, los discursos de García Linera —cada día más destemplados, delirantes y violentos— atizan voluntariamente los sentimientos negativos que la discriminación produce para justificar cualquier impostura propia y deslegitimar a posibles contendores políticos, pero, además, son el ejemplo más demostrativo de la jerarquización que infantiliza (sobre el tema, está mi artículo “García y su pragmática del poder”, Erbol, 22 de enero de 2014). 

Habida cuenta de la ausencia de políticas educativas serias y honestas para superar la discriminación y el racismo, y conscientes de los efectos negativos que produce en nuestros interlocutores el trato que brindamos, nos corresponde como ciudadanos modificarlo, hacerlo notar en los ámbitos en los que nos movemos y educar a nuestros hijos con el ejemplo. Cualquier ciudadano y, en especial nuestros adultos mayores, sin excepción, merecen todo el respeto y la consideración que nuestras palabras y nuestros actos puedan expresar. 



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