Racismo: escudo, arma y realidad
Durante la campaña
electoral, Marianela Paco —que en un
audio que se le atribuye se queja de maltrato constante de parte de Morales y
su entorno— no dejó de sostener
que todas las críticas a Evo Morales o al MAS expresaban pura y exclusivamente el
racismo de sus detractores.
En la campaña del
Referéndum del 2016, de las elecciones del 2019 y en los días de paro cívico
nacional, a la cabeza de García Linera, el anterior gobierno del MAS construyó
e instaló un discurso de guerra, llevado a todos los confines del área rural y
de los barrios pobres citadinos, que llamaba a unirse y combatir, en torno a la
figura de Evo, el posible retorno de los “blancos”, “derechistas, racistas y
odiadores”, según ellos, resueltos a arrebatarles las conquistas de los últimos
años.
A lo largo de los
14 años de gobierno del MAS, cada denuncia de corrupción, de acción
autoritaria, de violación a las normas o incluso de discriminación en contra de
sectores indígenas, fue catalogada como un ataque racista en contra del presidente
indígena; el racismo fue su escudo, así como el machismo, para las ministras y asambleístas.
Sin embargo, a partir de su declive político, constatado en vísperas del referéndum
del 21 de febrero del 2016, el gobierno del MAS apeló más que nunca al racismo
como arma para enervar ánimos, manipular conciencias y formar grupos de choque
que los defiendan, los mantengan en el poder.
¿Pero por qué el
uso del racismo ha funcionado con tanto éxito? Al respecto, pese a opiniones
que intentan minimizarlo o negarlo, el racismo es un mal estructural en nuestra
sociedad. De acuerdo con algunos investigadores, entre ellos Teun van Dijk, el
racismo de Latinoamérica es una variante del racismo europeo, cuyas raíces
históricas se remontan a la Colonia, sostenida en la dominación étnico-racial,
ahora reproducida por mestizos. No obstante, desde la psicología social,
Jacques-Philippe Leyens identifica el racismo como una característica genética
humana, es decir, todos los seres humanos somos racistas, poseemos una
predisposición a discriminar al diferente, más allá del contexto, la historia o
la etnia a la que se pertenezca. Si bien son concepciones distintas, en ambos
casos, el racismo se configura socialmente, de manera que ya sea que este se
construya o se active, son los discursos los que lo vehiculan, alimentan y
reproducen.
Volviendo a van
Dijk, el racismo no es solo una ideología a la que conscientemente uno se
adscribe o no, se trata de una cognición, es decir, una construcción mental que
se internaliza desde muy temprana edad y que define nuestras representaciones
sobre nosotros y los otros. Esas cogniciones poseen raíces que crecen y se
consolidan a través de los discursos; primero, los transmitidos por la familia,
luego por la escuela y medios de comunicación. Con el paso de los años, el
racismo emerge y se expresa en actitudes, ideas y, en el peor de los casos, en
acciones.
Los grupos
dominantes, entonces, saben que para controlar los actos de los otros es necesario
controlar sus cogniciones mentales, y los discursos son su instrumento. En ese
sentido, todos los gobiernos han apelado a los discursos, pero, con más vehemencia,
los diferentes populismos. De acuerdo con el lingüista Patrick Charadeau, los
populismos, ya sea de derecha o de izquierda, llegan a las masas a través de
discursos construidos sobre ciertos rasgos característicos: exacerbación de la
crisis, identificación y satanización de enemigos, victimización, exaltación de
valores (nacionales o étnicos) y aparición del caudillo salvador. Eso es lo que
hizo el gobierno de Morales en cada momento de decisión electoral y, sobre
todo, en la gestión de la crisis del 2019 y del año de transición que vivimos:
la derecha es el enemigo, Evo es víctima del racismo, está en juego el proceso
de cambio y Evo es el único que puede conducirlo y luchar contra el racismo;
luego de su renuncia, la llave de la salvación se transfirió al MAS.
No obstante, la
manipulación discursiva y la instrumentalización del racismo no han sido estrategias
exclusivas del MAS; las distintas élites se han servido de ellas a lo largo de
nuestra historia. Sin ir lejos, el 2008, en la resistencia a las leyes que
estaban dirigidas a eliminar privilegios, sobre todo en la distribución de la
tierra, la élite agroempresarial utilizó el racismo, conectado al regionalismo
y, por ende, asociado al “colla”, indígena y campesino, como enemigos. La
violencia racista del 2008 fue brutal en el oriente, pero alcanzó a las élites
sucrenses que protagonizaron, el 24 de mayo de 2009, uno de los hechos más
descarnados de nuestra historia reciente, cuando, luego de golpearlos, obligaron
a indígenas y campesinos a desnudarse, quemar sus whipalas, besar el piso y las
banderas chuquisaqueñas, y pedir perdón de rodillas.
De alguna
manera, el regionalismo reactivado en la campaña de Luis Fernando Camacho ha
revivido esas historias, ha rozado las heridas y ha dado cuerpo a todos los
mensajes que alertaban sobre el supuesto avance de los “blancos” organizados
para destruir lo otorgado por el gobierno de Morales, y someter al “pueblo”.
Pero, como dije
arriba, el racismo es cognición, de manera que no se anida solamente en las
mentes de los “blancos”, o de quienes se consideran “blancos” (en su mayoría
mestizos), sino en las de hijos de indígenas o campesinos, creando
representaciones negativas sobre sí mismos, que intentan neutralizar identificándose
con aquellos que los discriminan. Por ello, muchos de los universitarios que
participaron de las acciones racistas de ese 24 de mayo eran hijos de
campesinos, jóvenes de piel morena, que intentaban validarse como “blancos”.
Los discursos de
odio que han repetido a diario Morales, García y las exautoridades más prominentes
de su entorno (casualmente ninguno indígena) apelan a esas cogniciones y, sobre
todo, remueven las heridas no cerradas que el racismo ha dejado en la mayoría
indígena, tras siglos de humillación y discriminación. Estos discursos han justificado
el rechazo de la población a una repostulación ilegal del binomio
Morales-García, luego han servido para tapar el fraude grosero que montaron en
las elecciones del 2019. Desde esa narrativa, no eran las violaciones a las
normas las que se cuestionaban, era el origen indígena de Evo, y los votos de
los indígenas y campesinos. “El voto del campo será decisivo para nuestra
victoria. ¿Cómo es posible que algunos grupos no reconozcan el voto de los
indígenas? Ahora opositores se reúnen en una coordinadora discriminadora (…).
Mi delito es ser un presidente indio” (tuit, 24 de octubre, 2019).
Los actuales
intelectuales del MAS, de manera sostenida, han aportado a reforzar esa
narrativa; basta con dar una ojeada a los últimos artículos de Fernando Molina,
esforzados en la asociación del racismo con las clases medias que participaron
del paro cívico de 21 días del 2019. En este su nuevo periodo, seguramente
rechazaría por racista las afirmaciones que él mismo realizó el 2010, en su
Teoría de la “democracia arbitraria”: “Las medidas autoritarias del gobierno de
Evo Morales son demasiado evidentes como para que los intelectuales que lo
apoyan puedan considerarlas propias de la institucionalidad democrática y
jurídica que tuvo el país hasta el inicio (2003-2005) de la “revolución
política” que ahora vivimos”.
¿Pero por qué
estos 14 años de “proceso de cambio”, de Estado plurinacional, no han logrado eliminar
el racismo? Pese a sus errores, nuestra CPE es una de las más progresistas del
continente, cuyos preceptos más importantes al respecto se han desarrollado en un
conjunto de leyes, no solo destinadas a luchar contra el racismo, sino a
asegurar el ejercicio de todos los derechos: Ley 045 Contra el racismo y toda
forma de discriminación, Ley 269 Ley general de políticas y derechos indígenas,
Ley de educación 070 Avelino Siñani y Elizardo Pérez, Ley 3760 Derechos de los
pueblos indígenas, entre otras.
El gobierno de
Morales ha sido el primero en incumplirlas o violarlas, sobre todo en lo
referido a los derechos indígenas. Prueba de lo afirmado es el conflicto del
Tipnis, en el 2011, que fue el inicio de una serie de violaciones al derecho a
la consulta previa sobre los territorios indígenas, para imponer megaproyectos
extractivistas operados por transnacionales. Las resistencias indígenas han
sido reprimidas con violencia, perseguidas judicialmente, difamadas, y sus
organizaciones divididas. Por ello, no sorprende que, en el Tercer Ciclo del
Examen Periódico Universal de las Naciones Unidas, 91 países hayan hecho “por
primera vez recomendaciones sobre los mayores problemas que enfrentan hoy día
los pueblos indígenas en Bolivia relacionados a la consulta previa en las
actividades extractivas y de las mujeres indígenas defensoras de derechos”.
La imposición de
estos megaproyectos, que contravienen varios artículos de la CPE y de las leyes
que derivaron de ella, han sido acompañados por un discurso desarrollista y
racista, que devela las concepciones negativas de Evo y sus acólitos en contra
de la cultura y aspiraciones de los pueblos indígenas de tierras bajas. Cómo olvidar
lo dicho por García Linera, en su intento de contrarrestar las movilizaciones para
frenar la carretera que atravesaría el Tipnis:“… hay gente que quiere que los
habitantes del Tipnis sigan viviendo como animalitos”. Sus bases políticas,
sobre todo concentradas en los llamados interculturales, han acompañado esas
afirmaciones con referencias a la necesidad de que superen su “estado salvaje”
o a evitar que “sigan siendo como los monos”.
Con los años, esas
concepciones se han profundizado al punto de afirmar que la construcción de
edificios suntuosos son una demostración de dignidad y soberanía, o que la
presencia de automóviles ilegales (“chutos”) en las provincias evidencia el
progreso de sus habitantes. Progreso y desarrollo, sinónimos de cemento, fueron
la prioridad por encima de la construcción de un Estado plurinacional y del
proceso de descolonización. Si bien en los discursos llevados al área rural
(que son diferentes a los llevados al área urbana) identifican al “k’ara” como
enemigo, también lo presentaron como el modelo al que debían aspirar.
La tesis “El
injusto medio: Un estudio de caso de la identidad de clase media en los
burócratas de la ciudad de La Paz” (Majluf, 2018) corrobora lo dicho arriba.
Este estudio intenta establecer las construcciones de normalidad, estereotipos
y prejuicios de los burócratas y sus hijos, beneficiados con el “proceso de
cambio”, es decir, personas que han pasado por necesidades económicas antes de
trabajar en las instituciones del Estado, muchas de origen indígena. Son parte
de la clase media emergente a la que se ha referido en varias ocasiones García.
Los hallazgos
muestran una realidad contraria a la promovida por el “proceso de cambio”: lejos
de reivindicar su origen, los sujetos entrevistados (re)construyen su (nueva)
identidad alejándose de él, e intentan acercarse a los que consideran valores
de las élites “blancas”. En esa dirección, reproducen una serie de
representaciones negativas sobre el ser “cholo”, los apellidos de origen
indígena, las formas de comportamiento, educación e higiene. Asumen como
valores para su ascenso social la formación profesional, el bienestar
económico, el acceso a espacios que antes les eran negados (barrios,
restaurantes, boliches, colegios privados para sus hijos), que consideran que
deberían restringirse a las personas de “clase baja”, salvo que se adapten a
sus “normas” (educación, vestimenta, higiene). La carga discriminatoria y
racista de los discursos de los entrevistados nos muestra que estamos muy lejos
de superar el racismo en nuestra sociedad, pues los sujetos que lo sufrieron,
ni bien pueden lograr cierto ascenso social, lo reproducen en otros.
La
instrumentalización del racismo por parte del gobierno del MAS ha generado
indignación, pero también cierto grado de reflexión. La rabia contenida de
algunos afines al MAS, más allá de mostrarnos el nivel de vileza de ese gobierno,
nos está interpelando como sociedad. ¿Qué hicimos en estos años para eliminar
el racismo? ¿Cómo educamos a nuestros hijos? ¿Cómo hablamos de los que
consideramos los otros? ¿Qué representaciones sostenemos sobre nosotros y los demás?
No pretendo
exculpar a la élite masista por la manipulación inmoral que han hecho de las
diferencias étnicas para consolidar su poder y privilegios, pero es fundamental,
para crecer como sociedad, sincerarnos, mirarnos detenidamente, mirar nuestro
entorno y aceptar la realidad. Jacques-Philippe Leyens afirma que desconfía de
los que niegan que son racistas, y todos deberíamos hacerlo; con esto quiero
decir que el problema mayor no es que seamos una sociedad racista, sino que lo
neguemos y que no hagamos nada al respecto.
El racismo es un
problema estructural que ha permeado a toda la sociedad y, en consecuencia, a
todos los grupos sociales. No solo se encuentra en los colegios elitistas de
los que se ocupa Fernando Molina, y a los que asistieron sus hijos, ni en las
relaciones que establecen las familias de clases medias con las trabajadoras
del hogar, que también él contrata. Está en el jardinero quechua que aconseja buscar
“hombrecitos” para realizar trabajos que ya no le parecen dignos, en los
cocaleros que explotan a los yurakarés en sus plantaciones de coca y los llaman
“yuritas”, en todas esas pieles morenas que celebran el nacimiento de hijos
“blanquitos”; algunos ejemplos de una lista interminable de situaciones
cotidianas que nos envuelven.
En estos 14
años, muchos pensamos que habíamos avanzado, pero no. Y no es que el gobierno
del MAS haya fracasado por inexperiencia, incapacidad o falta de mecanismos efectivos
y coherentes para lograrlo; trabajó denodadamente en profundizar las
diferencias, porque se fortalecía con ellas y porque, en momentos de
conflictividad, el racismo ha sido su arma más potente.
La lucha por la
recuperación de la democracia que muchos hemos asumido en los últimos años, y
con mayor énfasis en el 2019, ha soslayado esta realidad. Los mensajes que nos han
dado las últimas elecciones nos indican que es el momento de afrontar este
problema, como parte sustancial de esa lucha democrática, y como el camino que nos
conducirá a la reconciliación social, que, pese a las promesas, de acuerdo con
la historia, no va a propiciarse desde arriba.
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